jueves, 6 de marzo de 2008

Algunas horas

Todo lo que había empezado a hacer desde que cumplió veinte años, había terminado ayer. Las previsiones no habían fallado. Se casaría a los 35 y quedaría viuda a los 37. El parte médico fechó la muerte de Rafael Salgado a las 11:15 del martes 27 de agosto del 2007. Un fiat 600 lo había atropellado, provocándole un derrame cuando salía de su casa en Colegiales para ir al trabajo.
En tres momentos alguien la interrumpió para sacarla de la mente en blanco en que las cinco horas de hospital la habían metido. Como si la espera hubiesen convertido su cabeza en música, lejos de palabras. Unos minutos más tarde, terminó por salir de ahí con su hermana para ir a descansar. Afuera, y casi limpiando el piso con sus carteras, buscaron alguna calle transitada.
En ningún momento pensó que de verdad volvería a su casa. Con tomarse un taxi y bajarse en cualquier lado, para ella estaba bien. Se acomodaron en el asiento trasero del auto, cada una con su ventana. Por momentos su hermana la miraba y después volvía a ver qué podía pasar tras el vidrio. No habían llorado pero tenían los ojos hinchados en la cabeza y sacar un poco la cara por la ventana las refrescaba. Se movían mientras los edificios se recortaban en la avenida, pegados como en un collage.
Cuando bajaron, la ciudad estaba transformada. Todos, de pronto, existían. Se movían siguiendo sus nervios. Hacían cosas más allá de ellas. En un arranque de cansancio quiso sentarse en la vereda como cuando tenía veinte años y todavía esperaba algo pero un sentido de vergüenza pudo más que ella. Se acordó de cuando había muerto su abuela, así, también por las buenas, de la nada, y que se habían ido con su hermana de ese departamento a comer una hamburguesa. Empezaron a bajar por Lacroze y pensó en la calle cocodrilo. Las calles tienen escamas y respiran cuando llueve. Podría haberlo pensando ayer, que llovía. Llegaron al parque y volvieron a subir.
Todo se desarrolló en la más completa calma, y volvieron. Mientras la hermana chequeaba los mensajes del contestador, ella entró a su cuarto y se puso a jugar con las bolitas chinas que le gustaba coleccionar a Rafael. Masajeó sus manos con las azules, las que tenían un dragón amarillo pintado con líneas dulces y delgadas. Llegó hasta sus pies, buscando donde más le dolía. La espalda y las yemas de los dedos.

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