domingo, 14 de diciembre de 2008

TARDE

El Malba es distinto. Eso es lo que me dijeron cuando llegué quince minutos tarde (veintidós quince) a la última función de la noche (veintidós horas) y no me dejaron entrar.

Estamos de acuerdo en que hay empleados que cumplen su horario religiosamente y que una vez terminado los invade un deseo único y poderoso de huida. Estamos de acuerdo, también, en que existe entre aquellos que trabajan con el público, atendiéndolo o vendiendo, una satisfacción enorme al negarle la entrada, la venta o la atención. En general, áquel que consume se convierten en algo muy lejano al género humano. Se convierten en seres, de la peor calaña, seres insistentes, sin emociones, sin pasado ni futuro. Están ahí con una única función: hacer del trabajo una categoría de defensa y ataque.

Sin embargo, aún cuando cierta comprensión se cuele, hay algo de la política del museo que vibra en lugares alejados de la realidad.

Hay códigos. Está claro que la sociedad está llena de ellos. Y si pensamos en el arte, los encontramos en los pactos internos de cada disciplina. Cuando se trata de un espectáculo también hay pactos. Por ejemplo, el teatro. Nadie se atrevería a armar ningún escándalo porque llegó tarde a la función. Sería una profanación. Un corte en el ritual de la dramaturgia. Ahora bien, el cine no propone nada por el estilo. Cuántas veces nos habremos perdido los primeros minutos de una película e hicimos un esfuerzo enorme por ponernos al tanto de la situación. Casi como un ejercicio mental de unir piezas rápidamente para poder seguir el hilo de la historia. En el cine no hay quiebre porque el pacto, la técnica es otra. No por nada fue, en su momento, una renovación en lo que espectáculo se refiere.

En cualquier cine, en los shoppings o en los de la calle te dejan entrar. En el Malba, que es distinto, no.

¿Por qué es distinto? Evidentemente, si bien hay una estrategia de marketing donde la diferencia es rentable o característica de una personalidad, hay diferencias que simplemente renuevan ciertas distancias originadas en la sociedad.

Mientras bajaba las gradas del museo, indignada y frustrada porque no había podido ver la peli que moría de ganas de ver, sentí que me habían puesto un límite. Me dijeron, hasta acá. Y no se si muchas veces me pasó eso en la vida. Quizás en el amor. De todas formas, me fui pensando si eso que acababa de ocurrir era realmente correcto o no. Y llegué a esta conclusión, todo organismo, empresa, centro cultural, museo, asociación, fundación que promueva, cuide, solvente, muestre, haga arte debe esta en consonancia con las circunstancias de ese país. No debe sustentar la llegada tarde, ni el robo, ni la corrupción, pero sí la empatía con aquellas personas que quizás llegaron tarde porque viven lejos, se rompió el tren, hubo paro, un accidente, se clavó un clavo oxidado mientras caminaba. La prolijidad que camufla cierto elitismo o cierto “únicamente considero correctas las cosas hechas a mi modo” no debería formar parte de un museo. Esteriliza la relación público- arte. O aún, sella lugares. Acá está el arte con sus horarios. Usted, consumidor, ubíquese detrás de esa línea. Lo llamaremos a la brevedad.

Quizás después de quince minutos de la hora fuego, el buen señor de la boletería me podría haber vendido una entrada. Pero las órdenes son las órdenes.

Es sólo una cuestión de actitud.